lunes, 26 de septiembre de 2011

Mi día perfecto

Desperté con el murmullo de las olas. Desperté con el sol rozando mis mejillas. Y aún así mentiría. Desperté porque ella me miraba.
La habitación era completamente blanca, avivando la sensación de inmensidad que producía la gran cantidad de luz y los pocos muebles que la formaban.
La cama estaba deshecha y eso me hizo sonreír.
Recuerdo la paz que se adueñaba de mi cuerpo, como un espíritu protector que, por fin, ha encontrado su hogar.
Insisto en que ella me observaba. Era morena, pequeña y bella. Estaba de pie a los pies de la cama y se mantenía sonriente. LLevaba un negro vestido de seda que se deslizó por su cuerpo mientras su sonrisa se volvía pícara. Quedaron al aire sus dos pequeños pechos, firmes y dorados como el resto de su piel. Sus caderas no eran aptas para cardíacos y sus ojos se hendían profundamente negros en mi carne. La miré y suspiré. Entre sus formas perfectas se adivinan una inteligencia vivaz, sus labios hablaban de picardía, de curiosidad y de sensualidad. Pero sobre todo, dejaban claro que se bastaba, que yo no era más que un pilar en su vida: el más importante pero no el único.
Así debía ser.


Me acerqué a ella y la besé, un beso corto, de buenos días.
-Vamos a desayunar.
Nos deslizamos juntos hacia la cocina, que también era blanca. Aquello debía ser el cielo.
Desayunamos despacio, en dos tazones anchos que nos devolvían a nuestras más tiernas infancias.
El día no podía comenzar mejor.
O quizá sí.

Sonó el teléfono y al otro lado escuché la seductora voz de uno de mis mejores amigos.
- Me encanta escuchar tu voz - le dije.
Estoy seguro de que sonrió, que sus ojos se avivaron y todas las mujeres de su alrededor se enamoraron.
- Deja de halagarme. Hemos quedado "los de siempre" para hacer una paellita. ¿Os animáis?
Aún recordaba aquellas viejas palabras: ¿por qué malditos principios debemos luchar hoy, maldito loco? Eran nuestro signo identitario como grupo.
Nos vestimos con lentitud, revirtiendo el proceso en, al menos, dos ocasiones.
Al final, lo conseguimos, ella vestía con sencillez, combinando el negro y el rojo como una diablesa muy atractiva. Yo vestía de "riguroso luto", como le gustaba llamarlo.
Llegamos al chalet donde nos esperaban los amigos. Ella me miró y sonrío pícara, como siempre que se avecinaba una nueva "chuiquillada". Se desnudó y saltó a la piscina. Nadie se extrañó, ya la conocían y admiraban su espontaneidad.
El día se hizo corto, compartiendo risas y chascarrillos, contando chistes e historias, recordando viejos tiempos e inventando nuevos futuros.

La tarde duró, como diría Sabina, lo que tardó en llegar la noche. Una noche profunda, de luna nueva. Oscura y misteriosa, dibujando miles de estrellas en un firmamento blanquecino, manchado de vía láctea. Nos tumbamos en el suelo y hablamos durante horas de nada en concreto. De nuestros sueños cumplidos y de nuestros sueños futuros. Ella me miró y una lágrima de emoción se deslizó por sus mejillas. Yo la miré y la abracé.
- Lo que vas a costar de criar. - Ella conocía el significado.
-Yo también te quiero.

Rafael Reina